Por Wayne Jackson, traducido con permiso por Marlon Retana.
El artículo original, en inglés, se encuentra en este enlace.
Fue la voluntad del Padre Celestial que Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios encarnado, creciera dentro de un entorno familiar humano. Una consideración de los datos bíblicos de este arreglo revela algunos detalles interesantes y gratificantes.
La Unidad Familiar
El apóstol Mateo nos proporciona una instantánea de la familia humana del Señor:
“Y venido a su tierra, les enseñaba en la sinagoga de ellos, de tal manera que se maravillaban, y decían: ¿De dónde tiene éste esta sabiduría y estos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos, Jacobo, José, Simón y Judas? ¿No están todas sus hermanas con nosotros? ¿De dónde, pues, tiene éste todas estas cosas?” [Nota: el adjetivo femenino plural “todas” en esta última oración puede implicar más de dos hermanas]
Mateo 13:54-56
Reflexionemos brevemente sobre estos miembros de la familia.
José
Hay que concluir que José, el carpintero de Nazaret, era un hebreo extraordinariamente devoto en la medida en que obviamente fue elegido providencialmente para ser el padre adoptivo del niño Jesús de entre los miles de hombres israelitas disponibles.
Mateo describe a José como un hombre «justo» (1:19). Estaba “comprometido” con María, una joven virgen judía. El compromiso implicaba un contrato prenupcial que generalmente se formalizaba mediante matrimonio físico después de aproximadamente un año. La pareja se consideraba legalmente casada antes de que se consumara la unión (1:24-25), y una violación sexual del compromiso se juzgaba como adulterio y era sujeta a las consecuencias más graves (ver Deuteronomio 22:23-24).
Cuando se produjo el embarazo de María, José estaba preocupado por el asunto, obviamente no estaba convencido inicialmente de que había ocurrido un milagro. No obstante, era un alma compasiva y no estaba dispuesto a exponer públicamente a María; pero consideró seriamente rechazarla discretamente (Mateo 1:19b). Cuando se le informó en un sueño de la verdadera naturaleza de la concepción, “despertando José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer” (v. 24). José era un alma obediente.
Lucas registra que “sucedió en aquellos días”, es decir, los días en que María estaba cerca del parto de su santo hijo, que Augusto César emitió un edicto de que un súbdito romano debía trasladarse a “su ciudad” para fines tributarios. Es bastante sorprendente, en vista de la condición de María, que ella acompañó a José en un viaje de setenta millas [aproximadamente 112 kilómetros, MR] desde Nazaret hasta Belén (ya sea caminando o en burro). Si bien María estaba obligada a pagar impuestos, “no se le exigía que lo hiciera en persona” (Geldenhuys, p. 100).
Es muy posible que tanto José como María supieran de la profecía de Miqueas de que el Mesías nacería en Belén (Miqueas 5:2; ver Mateo 2:4-6), y por lo tanto cedieron a la declaración profética. ¡Qué coraje y devoción laten en los corazones de esta pareja!
Después del nacimiento del precioso niño, cuando el brutal Herodes el Grande decidió buscar y asesinar al bebé, a José se le advirtió en un sueño: “Levántate y toma al niño y a su madre, y huye a Egipto” (Mateo 2:13). Inmediatamente el marido se levantó, tomó al bebé y a María, huyó de Belén en la oscuridad de la noche (el momento más peligroso para viajar) y comenzó el viaje de 150 millas [240 kilómetros] a Egipto. ¿No brilla con esplendor la sumisa confianza de esta devota pareja?
La última vez que el estudiante de la Biblia se encuentra con José con vida tiene que ver con el viaje de la familia de Nazaret a Jerusalén para observar la Pascua anual, una docena de años después del nacimiento de Jesús (Lucas 2:41). Durante esos primeros años, José había entrenado al joven Jesús en el negocio de la carpintería (Marcos 6:3). Los rabinos enseñaron que criar a un hijo sin enseñarle un oficio era criarlo como un ladrón.
José también se encargó de que su “hijo” recibiera instrucción religiosa regular. Más tarde nos enteramos de que era la “costumbre” habitual del Señor asistir al servicio de la sinagoga en el día de reposo. ¡Podía leer la Biblia hebrea y localizar textos específicos (Lucas 4:16-17)! Aunque reconocemos con alegría que María fue “muy favorecida” (Lucas 1:28) (aunque nunca fue tratada como “Madre de Dios” o “Reina del cielo”), no debemos olvidar las contribuciones de José también.
María
Uno solo puede maravillarse de las cualidades que deben haber adornado a esta doncella hebrea, que probablemente estaba en su adolescencia. Los rabinos fijaron la edad mínima para el matrimonio de una niña en los doce años (trece para el niño). Mostró una gran fe por alguien tan tierno (reflexiona sobre los arduos viajes antes esbozados). Estamos obligados a mirar más de cerca a María bajo una lupa.
Cuando el ángel Gabriel se dirigió a esta niña judía y le informó que el Señor Dios la “favorecía en gran medida” (Lucas 1:26ss), se sintió “turbada” por la naturaleza de la declaración. Estaba confundida y preocupada a la vez. Pero el ángel advirtió: “No temas”, o más literalmente, “Deja de tener miedo”. Cuando le dijeron que concebiría un hijo, se quedó perpleja porque nunca había tenido intimidad con un hombre (v. 34).
María recibió instrucciones de que el evento sería sobrenatural. Su respuesta fue asombrosa. Primero, reconoció que estaba preparada para ser la “sierva” del Señor (vv. 38, 48), es decir, una esclava para hacer la voluntad de su Señor, dejando de lado sus propios intereses. En segundo lugar, ella pidió con confianza: “hágase conmigo conforme a tu palabra”. ¡Tal resolución en los corazones de los hombres renovaría el mundo entero! Este fue el “brote” de valentía y compromiso que se contemplaría en su “plena floración” al pie de la cruz.
Fue María, con el corazón de una madre inquieta, quien, frustrada, reprendió al niño de doce años después de que este se había quedado atrás en Jerusalén y se dirigió al templo donde él involucró a los maestros profesionales en un diálogo estimulante (Lucas 2 46). “Hijo”, preguntó, “¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia” (v. 48). El siguiente texto contiene las primeras palabras registradas del Salvador: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (v. 49; o, “¿… estar en la casa de mi Padre?”, LBLA). Las preguntas expresan cierta sorpresa de que sus padres, en este punto, no apreciaran completamente la relación que mantenía con Su Padre celestial (v. 50). Sin embargo, María atesoraría estas cosas “en su corazón” para futuras reflexiones (ver v. 19). Su madre apreciaría progresivamente su papel mesiánico, culminando en ese día cuando lo vio morir, y una “espada” traspasaría su alma (v. 35).
Hubo un incidente intrigante cerca del comienzo del ministerio público de Jesús. María y Jesús, junto con sus discípulos, asistieron a una boda en Caná de Galilea. Cuando se acabó el vino, María se acercó a su hijo y le dijo sugestivamente: “No tienen vino”. ¿Cuál fue el motivo de su solicitud? Claramente ella quería que su hijo mejorara la situación embarazosa.
¿Pero había más? ¿Quería ella que él demostrara un poder sobrenatural? Ella no lo había visto antes (Juan 2:11), pero ¿no es posible que estuviera al tanto de la profecía del Antiguo Testamento relacionada con los poderes milagrosos del Mesías (Isaías 29:18-19; 35:5-6)? No hay duda de que ella estaba sugiriendo sutilmente que su hijo hiciera algo, y uno debe notar con reverencia que estaba fuera de lugar, como lo indica la respuesta del Señor: “¿Qué tienes conmigo, mujer?”
En el Testamento griego el idioma es oscuro. Literalmente dice: “¿Qué hay con nosotros?” O, más a nuestro modo de expresión: “¿Qué tenemos en común tú y yo con respecto a este asunto?” Él la reprendió cortés pero firmemente. A pesar de lo encantadora que era, ella había ido más allá de su lugar. Ella se dio cuenta; y por eso, sumisamente dijo a los sirvientes: “Haced todo lo que os dijere” (Juan 2:5). Sin duda, este fue un punto decisivo en el pensamiento de María.
Miembros de la Familia Mal Orientados
Más adelante en su ministerio, Jesús estaba enseñando cerca del mar de Galilea (Marcos 3:7). Debido a sus milagros, lo siguió una gran multitud. Después de un tiempo privado, durante el cual seleccionó a los doce apóstoles, entró en una casa cercana; pero la multitud abarrotaba tanto la residencia que ni siquiera podían tomarse un tiempo para comer (v. 20). Las traducciones más antiguas muestran esta interpretación: “Y cuando lo oyeron sus amigos lo oyeron, vinieron para prenderle” (v. 21a). De especial interés es el término “amigos”. El texto original tiene tres palabras: hoi par ‘autou, literalmente, “los que están a su lado”. Esta expresión se utilizó en varios sentidos; en este caso casi con certeza para los “suyos” (RVR1960) o sus “parientes” (LBLA). Esto parece apoyado firmemente por el contexto posterior que hace referencia a María y los hermanos de Jesús (vv. 31ss).
Intentaron “prenderle” (“hacerse cargo de Él”, LBLA) porque dijeron: “Está fuera de sí” (nota el contraste entre “locos” y “cuerdos” según 2 Corintios 5:13). ¡Parece que María y sus otros hijos (ver Mateo 13:55) querían salvar a Jesús de sí mismo! ¿Creían que se había enloquecido debido a su creciente popularidad? Cualquiera que sea su motivo, revelaron una falta de aprecio por la urgencia de su misión, y fueron alimentados por un celo equivocado. La evaluación por parte del Señor sobre este esfuerzo fue muy reveladora (vv. Marcos 3:31-35).
Hermanos Incrédulos
Los eventos del séptimo capítulo del Evangelio según Juan suceden en el otoño anterior a la muerte del Salvador en la primavera siguiente (7:2). El Señor estaba enseñando en Galilea, porque no era seguro en Judea; los judíos estaban tramando su destino. Sabía que pronto moriría, pero su “hora” aún no había llegado.
Se acercaba la fiesta de los tabernáculos y habría grandes multitudes en Jerusalén. Los medios hermanos de Jesús, por tanto, se encargaron de desafiarlo a que fuera a Judea. El propósito era “para que también tus discípulos vean las obras que haces” (v. 3). Juan revela sin vacilar que “ni aun sus hermanos creían en él” (v. 5). El verbo es en tiempo imperfecto, lo que sugiere que su incredulidad era continua. Además, ese frío y distante “tus discípulos” claramente implicaba que no estaban en esa categoría. Por lo tanto, cuál era su motivo en este atrevimiento de que él no permaneciera “en secreto”, es decir, en la más oscura Galilea; más bien, ¿debería avanzar “abiertamente” a Judea?
Algunos sugieren que estos hermanos querían poner al Señor a prueba para su propio beneficio espiritual. “Si” realmente pudiera hacer las “cosas” que Él afirmaba, y de las que otros hablaban, entonces debía “manifestarse” de la manera más pública. Ten en cuenta ese hipotético «si» (v. 4b). Por lo tanto, si pudiera demostrar sus obras milagrosas al público de Judea, estos hermanos también se verían obligados a creer y, por lo tanto, serían contados entre los discípulos.
Otros sugieren que el motivo fue más de mal gusto y ostentoso. Aunque no respaldaron su afirmación mesiánica, claramente las multitudes se lanzaban sobre Él dondequiera que fuera. Entonces, ¿por qué no ir adonde estaría la mayor concentración de la población: en Jerusalén, para la próxima fiesta? Quizás sería proclamado como una especie de gran líder político, tal como se había intentado unos meses antes (Juan 6:15). Si es así, como hermanos, podrían compartir los beneficios resultantes de la realeza.
Cualquiera que sea el motivo, parece haber sido menos que noble, lo que ilustra la observación anterior del Salvador de que un profeta no es honrado en “en su propia tierra y en su casa” (Mateo 13:57). Sin embargo, al menos no lo habían repudiado. Todavía había esperanza, como lo demostrarán los acontecimientos posteriores.
Lenski hace una observación importante cuando se refiere al testimonio de la incredulidad de los hermanos. Un fabricante de la narrativa ciertamente habría eliminado un hecho tan vergonzoso como este, o lo habría modificado de alguna manera, para anular este detalle bastante negativo en el ministerio de Jesús. El hecho de que aparezca en su franqueza sin adornos es una fuerte evidencia de la integridad de la narrativa sagrada (Lenski, p. 532).
Cuando los discípulos se reunieron en el aposento alto después de la ascensión de Cristo, tanto María como los hermanos de Jesús estaban presentes (Hechos 1:13-14), y toda la compañía estaba “unánime” y en oración. Claramente, los hermanos habían abandonado su incredulidad. ¿Qué podría haber provocado un cambio tan dramático? ¡Obviamente la resurrección del Señor de entre los muertos! (ver 1 Corintios 15:7). Más tarde, Santiago se convirtió en una influencia prominente en la iglesia de Jerusalén (Hechos 15:13, 19) y compuso la epístola que lleva su nombre (Santiago 1:1). Otro hermano, Judas, escribió el penúltimo libro del Nuevo Testamento.
En La Cruz
De todos los miembros de la familia, sólo María estaba en la cruz cuando murió su hijo. Ningún hijo se quedó para abrazar a una madre sollozante; sin hijas para animar un corazón traspasado (ver Lucas 2:35). Solo una hermana, Salomé, y un sobrino, Juan. (Hay tres listas de las mujeres que estuvieron en la cruz [Mateo 27:56; Marcos 15:40; Juan 19:25]. Una comparación de estas lleva a la probable conclusión de que la “hermana” de María debe ser identificada como Salomé, la madre de Jacobo y Juan [Barclay, pp. 29-30].) Pero de la familia interna, sólo María fue lo suficientemente resistente para llegar hasta el final. ¡Vaya mujer de fortaleza en que se había convertido!
Es significativo que el Señor no encomiende el cuidado posterior de su preciosa madre a sus hermanos, lo cual es perfectamente comprensible en vista de su falta de fe hasta el momento (ver Juan 7:5). Seguramente esta es una de esas coincidencias no diseñadas que marca el registro bíblico con el anillo de autenticidad.
Así lo tenemos. De una manera bastante abreviada es un retrato biográfico de la familia de Jesucristo. Mientras uno inspecciona las imágenes lingüísticas, se llena de asombro y alegría por los detalles revelados.
Obras Citadas
Barclay, William. 1959. The Master’s Men. Nashville, TN: Abingdon.
Geldenhuys, Norval. 1956. Commentary on the Gospel of Luke. Grand Rapids, MI: Eerdmans.
Lenski, R. C. H. 1943. The Interpretation of John’s Gospel. Minneapolis, MN: Augsburg.