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Por qué los predicadores fracasan moralmente

Por Kevin W. Rhodes, traducido con permiso por Marlon Retana.
El artículo original, en inglés, se encuentra en este enlace.


Los fracasos morales de los predicadores siguen siendo una deprimente ironía de la que el pueblo de Dios no puede escapar de forma realista. Recuerdo de mi juventud discusiones silenciosas en las que se explicaba por qué un predicador concreto había perdido su trabajo o por qué ya no recibía invitaciones para hablar en toda la hermandad. Estos casos me desconcertaron durante años, habiendo sido testigo del carácter y la fidelidad de mi propio padre a pesar de las circunstancias difíciles. Sin embargo, cuando los compañeros de la escuela de predicación se perdieron en semejantes mundos -a pocos años de graduarse-, esta realidad me golpeó a un nivel diferente. Nada ha cambiado materialmente en el tiempo transcurrido desde entonces (Eclesiastés1:9), aunque Internet y las redes sociales han aumentado las oportunidades de entregarse al pecado subrepticiamente. Y aunque se podría pensar que la facilidad de las comunicaciones hoy en día permitiría difundir fácilmente la verdad sobre tal comportamiento, a menudo ocurre lo contrario. Los inocentes confían en que sus hermanos reconocerán la verdad, mientras que los culpables se apresuran a «adelantarse a la historia» para crear una narrativa más simpática. Así, reina la confusión en medio de la ambigüedad, y la gente puede o bien apartarse para evitar cualquier responsabilidad de discernimiento o bien elegir un bando basándose en las relaciones personales por encima de la verdad (2 Corintios 10:12). Esta atmósfera tóxica sólo contribuye al problema porque permite que un predicador cometa pecados atroces, sabiendo que probablemente pueda justificarlos ante un número suficiente de personas o reinventarse dentro de un nuevo grupo de personas. Por desgracia, muchos han llegado a aceptar tales fracasos como inevitables, en lugar de como trágicos y evitables. Aunque podemos reconocer que los fracasos morales ocurrirán de hecho debido a la naturaleza del hombre y a la naturaleza del pecado (Santiago 1:13-15), al mismo tiempo deberíamos hacer más para evitar esa ruina (Santiago 5:19-20).

El entorno laboral del predicador presenta sus propios retos y tentaciones. Por la propia naturaleza del trabajo, la mayoría de los predicadores trabajan aislados, sin ningún tipo de supervisión directa. Sus responsabilidades incluyen visitar a la gente en casa, aconsejar en privado y estudiar con individuos, a veces a horas intempestivas del día. Sin el carácter y el autocontrol adecuados (1 Timoteo 4:12), esta situación proporciona numerosas tentaciones. El acceso a Internet sin ninguna supervisión y con pocas posibilidades de interrupción puede crear un terreno fértil para la adicción a la pornografía. La consejería sin las debidas limitaciones puede crear vínculos emocionales con mujeres vulnerables, que desemboquen en relaciones extramatrimoniales.

Los hombres se hacen predicadores por varias razones, y no todas son buenas (Filipenses 1:15-17). Aunque estoy agradecido por conocer a tantos que han hecho grandes sacrificios para servir al Señor y a Su pueblo, sigue habiendo algunos que entran en el ministerio -irónicamente- con fines un tanto egoístas. A algunos hombres les gusta estar en un escenario, y la predicación ofrece esa oportunidad. Proporciona una oportunidad en la que la gente te escucha y se toma en serio lo que dices. Puede ser un atajo hacia la prepotencia, que alimenta el ego convirtiendo a un hombre en el centro de atención, con mucho respeto por sus conocimientos (que a menudo toma prestados de otros). Pero los motivos son difíciles de discernir y es erróneo suponerlos, lo que significa que la actitud errónea puede no presentarse -salvo de forma sutil- hasta que haya creado un verdadero problema en una congregación, o incluso en la hermandad.

Otro factor que contribuye a los fracasos morales de los predicadores reside en la necesidad implícita de que los hombres se presenten como más fuertes espiritualmente de lo que son en realidad. Al fin y al cabo, ¿qué congregación quiere tener un predicador que sea débil espiritualmente? Sin embargo, esto significa que, a menudo, los predicadores deben enfrentarse solos a sus debilidades, porque pocas personas están equipadas o tienen la fuerza para ayudarles. Algunos predicadores tienen el compromiso de salir por sí mismos de un problema creciendo en las Escrituras y aplicándose primero a sí mismos las lecciones que presentan a los demás (1 Timoteo 4:16). Pero otros predicadores no poseen ni la fuerza ni el conocimiento necesarios para hacerlo. En consecuencia, ocultan sus debilidades, lo que socava su labor al erosionar primero su propio carácter. Saben que están viviendo una mentira; y si no la superan, acaba por abrumarlos, lo que conduce a toda una serie de compromisos internos que suelen convertirse también en externos.

El papel de predicador conlleva una expectativa natural de moralidad, autocontrol y madurez espiritual que puede darse por sentada. Así, los hombres que tienen el papel, pero no el carácter, se encuentran en un entorno en el que pocos sospecharían de su verdadero carácter. Puesto que respetamos legítimamente la predicación como medio elegido por Dios para preparar a las personas para la eternidad y reconocemos las contribuciones de los hombres de Dios en las Escrituras (Romanos 10:14-15), podemos olvidar que los predicadores fracasan moralmente porque son hombres -susceptibles a la tentación como cualquier otro-, defectuosos y a veces necesitados (Romanos 3:23). Esto no es excusa para los predicadores, pero debería servir de recordatorio para todos los cristianos. La Iglesia tiene la responsabilidad de pedir cuentas a los predicadores por su comportamiento. Cuando empezamos a blanquear el pecado de un predicador, no le ayudamos ni a él ni a la Iglesia. Podemos amar y perdonar al predicador arrepentido -como a cualquier otro pecador-, pero también debemos considerar y valorar lo que Dios espera de quienes se atreven a hablar en su nombre y pedirles cuentas.

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